“Os buscaré y os cuidaré”

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, en el tercer día de nuestro Triduo Eucarístico, nos unimos a toda la Iglesia para celebrar con gozo la víspera de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Este Corazón traspasado que adoramos en la Eucaristía es el signo más visible del amor de Dios. Un amor que no es teoría ni poesía, sino entrega, fidelidad, paciencia, perdón.

El Sagrado Corazón no es una imagen romántica. Es el resumen del Evangelio.
Es la prueba de que Dios ama hasta el extremo, y no se cansa de buscar, de cuidar, de esperar.

La primera lectura de Ezequiel lo dice con fuerza y ternura: “Yo mismo buscaré a mis ovejas, yo las cuidaré” (Ez 34,11). No manda a otros. Va Él mismo. Porque para Dios, cada oveja cuenta. Incluso —o, sobre todo— las heridas, las que se han perdido, las que ya no esperan nada.

El Señor dice también: “Atenderé a la perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida, fortaleceré a la enferma” (Ez 34,16). Eso es el Sagrado Corazón: un amor que cura y levanta. Que no señala el error, sino que invita a volver a casa.

Y el Evangelio de hoy —la parábola de la oveja perdida (Lc 15,3-7)— nos lleva al rostro de Jesús. Jesús no se limita a decirnos que Dios es bueno. Él actúa como el Pastor.
Deja a las noventa y nueve para salir al encuentro de la que se ha perdido. Y cuando la encuentra, no la arrastra de vuelta. La carga sobre los hombros, y celebra.

Ese es el Corazón que adoramos. Un corazón que no se cansa de amar. Un corazón herido, sí, pero no cerrado. Herido por amor, abierto para escondernos y mimarnos. Y ese amor está vivo en la Eucaristía.

Cada vez que venimos a adorar al Santísimo, nos postramos ante ese Corazón abierto.
Cada vez que recibimos el Cuerpo de Cristo, nos unimos a ese amor que no se apaga.

Y eso tiene consecuencias. San Pablo, en la segunda lectura, lo dice así:
“La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5). No es solo que Dios nos ame. Es que ese amor quiere habitar en nosotros. Y aquí es donde esta fiesta toca de lleno nuestra vida como Hermandad, como comunidad. Porque si hemos recibido este amor, estamos llamados a vivirlo.
No solo a repetirlo en palabras, sino a encarnarlo en obras.

Construir comunidad, una hermandad sobre el Corazón de Cristo significa dejar que su estilo sea el nuestro: buscar al que se ha alejado, acompañar con paciencia, cuidar al herido, servir con alegría. El Corazón de Jesús no excluye a nadie. Y si somos suyos, si lo adoramos de verdad, nuestra vida debe parecerse a la suya.

Decía un anciano de campo: “Cuando el corazón es ancho, caben todos; cuando es estrecho, se queda solo.” Pues bien, el Corazón de Cristo es ancho como el cielo.
Que el nuestro se ensanche con Él.

Querida Hermandad del Perdón: tenéis un nombre precioso y una misión clara. El perdón nace del Corazón de Cristo. Y solo quien se siente perdonado, sabe perdonar.
Que este Triduo, y esta víspera del Sagrado Corazón, os renueve por dentro.
Que os haga más fuertes en el amor, más humildes en el servicio, más fieles en la oración.

Hermanos: hoy el Pastor os mira. Te ve, como a Agar en el desierto. Y si estás herido, o perdido, o cansado… Él te carga sobre sus hombros.

Adora con confianza. Vuelve al Corazón que nunca te cierra la puerta. Y que toda esta comunidad, alrededor del altar, pueda decir con verdad: “Jesús, manso y humilde de corazón… haz nuestro corazón semejante al tuyo.”

Así sea.